Desde tiempos inmemoriales, la enfermedad mental ha sido menospreciada, confinada al terreno de lo absurdo y de lo irracional e investida de un valor negativo que, aun en la actualidad y en nuestra cultura, estigmatiza a quienes sufren trastornos psíquicos como si estas patologías fueran motivo de vergüenza y debieran mantenerse ocultas por miedo a la burla y al rechazo social. Para empeorar esta discriminatoria injusticia, persiste la creencia de que los enfermos mentales son peligrosos cuando la mayoría de ellos son muchas más veces víctimas de agresiones que agresores porque su patología les convierte en objetos de burla que propicia su maltrato.
Empeora esta situación la ligereza con que los
noticiarios sensacionalista tratan a la enfermedad mental, considerándola como responsable
de actuaciones violentas, un tópico debido a la escasa información que la
sociedad recibe acerca de las enfermedades mentales y al hecho de que casi toda
le llegue a través de los medios de comunicación.
Viene esto a colación de la tragedia aérea acaecida el 28 del
pasado marzo en los Alpes en la que perdieron la vida 150 personas y la irresponsabilidad con que los
medios de comunicación insinuaron que el siniestro pudo ser consecuencia de la
depresión que presuntamente padecía el copiloto de la nave, Andreas Lubitz.
Desde mi condición de médico
denuncio lo imprudente que fue la difusión de un hipotético diagnóstico del protagonista
del siniestro ya desde las primeras horas de la colisión y sin disponer de
conocimientos ni datos clínicos contrastados. El sensacionalismo periodístico
especuló, desde el minuto cero, con que Lubitz sufría una depresión y que ésta
fue la desencadenante de la catástrofe, todo ello sin considerar que, si bien
en la depresión hay una elevada probabilidad de suicidio, el modus operandi de
un deprimido suicida nada tiene que ver con lo que ocurrió en ese avión ya que,
el depresivo que se quita la vida lo hace siempre para dejar de sufrir y para
que los demás dejen de sufrir por su causa, siendo prácticamente imposible que acabe
con la vida de otras personas al quitarse la suya, salvo excepciones muy bien
tipificadas como son los casos extremos de suicidio
compartido, en los que el enfermo puede matar a alguien a quien quiere
mucho –para que no sufra más según su propia percepción– antes de suicidarse.
Lamentablemente, en la catástrofe de los Alpes
franceses, el estigma de la enfermedad mental se cebó una vez más con quienes
sufren una patología psiquiátrica y, en concreto, con el gran colectivo de los
enfermos de depresión (un trastorno que afecta al 10% de la población española), creando una alarma
innecesaria en los familiares y convivientes de unos seres humanos que, con
toda seguridad, nunca causarían una catástrofe homicida masiva.
Afortunadamente, conforme ha transcurrido el
tiempo y se han obtenido datos de las cajas negras del accidente, se ha
conocido la opinión de verdaderos expertos en salud mental y se ha ido restando
importancia al hecho de que el copiloto hubiera sufrido en el pasado una
depresión, se han barajado otras hipótesis diagnósticas especulando con la
probabilidad de que, incluso, Lubitz no contara con la eximente de una
enfermedad mental para atenuar su culpa, supiera en todo momento lo que hacía y
que la única explicación de que estrellara el avión fuera su maldad.
¿Qué enfermedad
mental podía sufrir el copiloto?
Puestos a indagar en hipotéticas
causas clínicas que pudieran justificar una actuación homicida por parte del
copiloto, habría que centrarse en otros diagnósticos ajenos a la depresión y
más propios de individuos con tendencia a interiorizar un gran resentimiento,
sentirse víctimas de una injusticia que creen haber sufrido en sus vidas. Son
individuos que pueden ser capaces de cometer actos violentos en busca de
protagonismo (que aunque negativo les confiera notoriedad) y también para
conseguir un equilibrio entre lo que ellos han padecido y el dolor que originan
al perpetrar una masacre. En base a esto cobra especial sentido una frase que
Andreas le dijo a su novia y que confiere rasgos de narcisismo a su
personalidad «Un día haré algo que cambiará todo el sistema y entonces todos
conocerán mi nombre y lo recordarán».
Desde mi perspectiva profesional
como médico, estimo dos hipótesis diagnósticas que podrían haber inducido a
Lubitz a ejecutar la masacre de los Alpes. La primera sería un trastorno antisocial de la personalidad
(antes conocida como psicopatía y que en lenguaje coloquial designa a los
psicópatas) asociado a una personalidad
narcisista.
El
trastorno
antisocial de la personalidad es
propio de unos individuos carentes de compasión y de empatía (capacidad para
ponerse en lugar de los demás y entender su sufrimiento) así como una marcada
tendencia al narcisismo. Se trata de personas frías, arrogantes, susceptibles
de sentirse heridas en su orgullo, crueles y con una falta tal de compasión ante el sufrimiento del
prójimo (al que cosifican e ignoran) que podría inducirles a estrellar un avión
sin considerar a sus pasajeros como seres humanos sino sólo como muñecos o
incluso como nada.
Por
los datos que se han ido difundiendo, la personalidad de Andreas Lubitz podría
encajar con la de un psicópata frío y calculador, un sujeto con una
personalidad narcisista de base; un tipo sumamente cruel e incapaz de conceder
valor alguno a las vidas de los demás. El hecho de que su respiración fuera
rítmica en los segundos previos al choque (según reveló la caja negra), su
sangre fría al encerrarse por dentro impidiendo el acceso a la cabina, su
silencio al no entablar diálogo alguno con tierra, así como que lo tuviera todo tan bien programado, todo ello
indica una frialdad típica de los psicópatas.
Tal
vez la venganza o la frustración pudieron influir en su actuación (su meta era
ser comandante de vuelo pero padecía un problema visual que le incapacitaba
para ser piloto) sin embargo, ésta no sería nunca la causa sino sólo el
detonante que activara su trastorno de personalidad de base. Consideremos que
si el sueño de una persona es ser piloto, en un contexto de normalidad se impone
adaptarse a las circunstancias, asumir las propias limitaciones y contentarse
con soluciones alternativas como ser copiloto o desempeñar cualquier otra
profesión. Sin embargo, los psicópatas tienen un orgullo exacerbado y una
tolerancia cero a la frustración que les impele a reaccionar con agresividad
cuando sus deseos no pueden ser cumplidos.
¿Es siempre la violencia consecuencia de
una enfermedad mental?
La
respuesta a esta cuestión es un no rotundo. Solo un ínfimo porcentaje de los
actos de violencia son obra de enfermos mentales quienes, por lo general
tienden más a ser víctimas que agresores de los verdaderos actores de las
conductas violentas que no son mas que unos individuos quienes, por lo general,
actúan con criterios éticos propios de la maldad y/o sufren las consecuencias de
la marginación.
En el caso concreto de la psicopatía, no siempre habría
que contemplarla como una enfermedad mental que ejerza como atenuante a efectos
legales, pues los psicópatas saben perfectamente lo que hacen, diferencian lo bueno
de lo malo, son incapaces de sentir compasión y sentimientos de culpa y
muestran una total indiferencia ante las normas (que ocultan hábilmente porque
son maestros en el arte de fingir y de comportarse como empáticos y
disciplinados), lo que les convierte en unos individuos muy peligrosos.
En cuanto a los rasgos narcisistas, destaquemos que son
propios de individuos con una enfermiza necesidad de ser admirados, unos tipos
muy arrogantes, sensibles al desprecio y al rechazo, a quienes les importa más
aparentar que ser y cuya soberbia y afán de notoriedad van parejos a la envidia
que sienten por el éxito ajeno. El estilo narcisista predispone a adoptar
conductas violentas como respuesta a una herida en su ego (narcissistic injury), algo también frecuente en las personalidades
psicopáticas. De todo ello se concluye que cuando psicopatía y narcisismo
confluyen en un mismo individuo, la combinación puede ser explosiva.
¿Estaba
mal diagnosticado Andreas Lubitz?
Es
muy probable que Andreas estuviera mal diagnosticado y que el médico que le extendió
su baja no detectara un hipotético trastorno antisocial de personalidad y
acabara recurriendo a ese cajón de sastre que es el diagnostico de depresión
(trastorno del que se abusa al extender partes de incapacidad laboral) debido a
la imagen de hastío, frustración, sensación de vacío y falso estado depresivo
que muchos psicópatas pueden presentar cuando atraviesan una mala etapa,
situaciones en las que pueden llegar a dar la imagen de una depresión que no
tienen.
Siguiendo
con ésta exposición de probabilidades, el psiquiatra que le diagnosticó
depresión al copiloto pudo no darse cuenta (y como médico reconozco que a mí me
podría haber sucedido lo mismo) de que estaba ante un trastorno antisocial de
la personalidad o psicopatía, un proceso muy difícil de diagnosticar y una
eventualidad ante la que, quienes se dedican a evaluar y seleccionar a personal
laboral para puestos del que dependan muchas vidas, deberían decantarse siempre
a favor de elegir a personas cálidas, afectivas y tiernas que se alejen de la
frialdad de espíritu que caracteriza a los psicópatas, unos individuos que
están dotados de un encanto superficial que, aunque les permite engañar y hacer
ver que son afectivos, su subconsciente puede dejar entrever ciertos rasgos de
narcisismo y arrogancia que debería poner en guardia a un experto acerca de su
potencial peligrosidad.
Estigmas que soporta el enfermo mental
El estigma es una especie de etiqueta que se le pone a una persona y de
la que resulta muy difícil desprenderse hasta el extremo se ser identificado
por lo que se le etiqueta y no por lo que se es. Esto sucede por la tendencia
de la sociedad a ser muy cruel a la hora de remarcar ciertas diferencias que
dificulten que una persona pueda ser aceptada. Un ejemplo claro lo encontramos
en las enfermedades mentales, víctimas de un estigma cuyo origen se remonta a
estereotipos y mitos injustos trasmitidos a través de siglos de incomprensión. Así,
quien sufre una esquizofrenia tiende a ser siempre considerado como un
esquizofrénico, cuando nunca a quien padece un cáncer o una hipertensión se le
conoce como el canceroso o el hipertensos en cualquier ámbito y contexto.
Esto da lugar a una discriminación que condiciona que el propio individuo
afectado se autoestigmatice y asuma los prejuicios que los demás depositan en
él, lo que hará que su integración social se resienta y su posibilidad de
llevar una vida normalizada disminuya, pasando del autoestigma a la
autodiscriminación y con ello, a una elevación de las probabilidades de un
fracaso en el tratamiento de su enfermedad.
Soluciones
contra el estigma de la enfermedad mental
Habría que educar a la
sociedad ya desde las escuelas para que la enfermedad mental no sea considerada
un peligro o un estigma y se potencie el contacto con las personas que la sufren
con menos miedo y más aceptación ya que, estadísticamente, su peligrosidad
siempre es muy improbable.
La sociedad debe estar
educada en las enfermedades mentales (y aun más quienes conviven con quienes
las padecen) y la información que se recibe de ellas no debería provenir casi
exclusivamente de los medios de información que casi siempre relacionan a los
enfermos psíquicos con noticias luctuosas.
Se debería potenciar
al máximo la integración social y laboral de estos enfermos, pero hacerlo sin un
exceso de protección hacia ellos que enfatice en su diferencia ya que esto
supondría una estigmatización por discriminación positiva o trato preferencial
innecesario.
Es muy positivo buscar
modelos de referencia positivos a fin de que la sociedad reconozca que con una
enfermedad mental controlada y aceptada se puede llevar una vida normal,
integrarse en la comunidad, estudiar, trabajar, relacionarse y hasta conseguir
un premio Nobel como el matemático John Forbes Nash (aquejado de esquizofrenia), ser un
excelente compositor como Gustav Mahler (aquejado de trastorno bipolar) o uno
de los mejores bailarines de la historia, como Vaslav Nijinsky (también esquizofrénico).
Alberto Soler Montagud
Médico y escritor
Médico y escritor
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