sábado, 23 de abril de 2016

Una aproximación psicológica al fanatismo de ciertos militantes de izquierdas






Este artículo surge porque, desde hace meses, me llegan desagradables amonestaciones por parte de un intransigente  grupo de seguidores de un nuevo partido político (nacido hace poco más de dos años y que no mencionaré para que nadie se sienta aludido más allá de lo obvio), cada vez que me muestro crítico con la formación en cuestión. La susceptibilidad a las opiniones adversas no la atribuyo a la totalidad de la militancia y simpatizantes de ese partido —por la que siento un sincero respeto— sino solo a ese subgrupo de intolerantes incapaces de ser dialogantes y educados, una minoría de fanáticos con la capacidad de armar tanto ruido que le hacen un flaco favor a su partido al convertirlo en un paradigma de la intransigencia y de la soberbia (algo en lo que ya colaboran a veces sus líderes). Confío que nadie saque falsas conclusiones ni universalice lo que sólo es discrepancia con una minoría y no con la totalidad de la militancia, pues como dijo Alejandro Jodorowsky “generalizar es un error de la mente para simplificar lo que es complejo y así poder manejarlo”, y mi tendencia no es a generalizar en modo alguno.

Lamentablemente, hay fanáticos tan incondicionales de la ideología que abrazan que suelen convertir tanto su pasión por la política como su izquierdismo en el leitmotiv de sus vidas. Tanto es así que, en pleno siglo XXI, se aferran a posturas obsoletas más propias de las movilizaciones de los años setenta —y hasta mucho más pretéritas— repitiendo clichés, hoy anacrónicos, sin reconocer que los problemas actuales de la sociedad son muy distintos a los de entonces y distintas, por tanto, las reivindicaciones a plantear por mucho que ellos insistan, con mórbida obsesión, que son las mismas y que «aquí nada ha cambiado porque no hay democracia».

Desde una perspectiva psicológica, la actuación de estos individuos es la propia de quienes entran en regresión al sentirse decepcionados —por algo o por alguien— y actuar con un venenoso resentimiento contra todos y contra todo lo que antes defendían con uñas y dientes hasta que deja de encajar con lo que ellos consideran necesario para salvar al mundo y, quien sabe, si para solucionar unos problemas personales no resueltos.

Quienes así se conducen manifiestan dos facetas completamente distintas. Una es la que muestran cuando se departe con ellos de cualquier tema ajeno a la política, una vertiente en la que pueden ser cordiales, exquisitos, amigables, empáticos, educados y hasta encantadores. Sin embargo su otra faceta, que no admite réplica, les inviste de un aura absolutista con la que desprecian las opciones antagónicas hasta considerarse a si mismo y al partido que defienden como los únicos valedores de la izquierda.

Estos salvadores de la humanidad hacen lo imposible por parecer más concienciados que nadie con el sufrimiento de los desfavorecidos, se apuntan a la ONG que más lustre aporte a su bonhomía, defienden a Greenpeace y a lo que haga falta con tal de cubrir su necesidad —tal vez sincera, no lo dudo— de estar socialmente comprometidos tanto con el ser humano como con el ecosistema, sin embargo no es difícil descubrir entre ellos a ciertos revolucionarios de pacotilla que viven instalados en un confort consumista que nada tiene que ver con sus reivindicaciones, una contradicción que ellos no llegan a percibir mientras se creen en posesión de la verdad, no toleran que nadie censure a sus líderes y difunden soflamas a diestro y siniestro en pos de una sociedad igualitaria y si fisuras.

Ya para finalizar quiero matizar que este artículo no pretende ser una crítica a una ideología o a un partido sino sólo a unas posturas extremistas equivocadas. El fanatismo existe tanto en la izquierda como en la derecha, de tal manera que quienes creen  ciegamente en lo que sus líderes promulgan, no respetan las ideologías antagónicas, no tienen ponderación en su actuaciones, no toleran las críticas ni saben formularlas sin incurrir en ofensas, son unos fanáticos en potencia.

Me despido con pensamiento de Ortega y Gasset, formulado en prólogo de La rebelión de las masas en  1937.

"Ser de izquierda es, como ser de derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejia moral. Además, la persistencia de estos calificativos contribuye a falsificar más aún la realidad del presente, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías"

(Ortega y Gasset)



Alberto Soler Montagud
Médico y escritor

lunes, 11 de abril de 2016

Cuando condenar el terrorismo es políticamente incorrecto






Estoy de acuerdo con que se condenen ciertas actuaciones como la venta de armas por parte de Occidente a los países implicados en conflictos que propician el terrorismo islámico, pero no comparto que ésta ni otras circunstancias se utilicen para justificar los atentados yihadistas por quienes, queriendo parecer políticamente correctos, los contemplan únicamente como la consecuencia de intervenciones desacertadas por parte del mundo occidental y no como lo que es: una manifestación de la maldad basada en el terror y dirigida destruir a ciertos gobiernos y a un modelo de sociedad.

Exculpar el terrorismo enfatizando en sus causas sociopolíticas más que en la violencia en si es enmascarar la realidad. Con frecuencia, muchos hipócritas obsesionados por parecer políticamente correctos, silencian lo que en verdad piensan y ocultan su dicotomía moral respecto a temas tan delicados como la inmigración o el terrorismo. Quienes así actúan, se pierden en ambiguas argumentaciones y evitan afrontar una realidad incómoda por miedo a ser tildados de islamófobos.

Si bien es cierto que el comportamiento de Occidente es nefasto al propiciar el terrorismo a través del negocio de las armas, también lo es que la sociedad occidental sufre una epidemia de barbarie que hace más probable morir en una masacre o un asesinato como los que cada día se producen en Estados Unidos o Brasil, que no en un atentado yihadista como el  reciente de Bruselas. También es un hecho que nuestro democrático sistema ha creado unos horribles monstruos a los que ha alimentado invirtiendo millones de dólares en armarlos y entrenarlos para luego dejarlos sueltos y sufrir las consecuencias de su barbarie. Sin embargo, nada de esto debe servir para justificar el terrorismo, al menos no con la ligereza que lo hacen algunos neoprogres que, en su afán por defender los derechos del mundo musulmán, responsabilizan a los estados occidentales de los atentados islamistas casi más que a los terroristas que los perpetran.






Se da también contradicción de que algunos farsantes con moral de doble rasero, apoyan la integración de los musulmanes en nuestra sociedad pasando de puntillas sobre la lucha antiterrorista mientras, en su fuero interno, nada les incomodaría más que una colonia musulmana –con todas las consecuencias sociales, culturales y religiosas que esto implica– se instalara en su barrio.

En lo referente al terrorismo, hay sectores de la derecha que propician la xenofobia aprovechando la sensibilidad ciudadana que se produce tras un atentado. Por otro lado, a algunos radicales de izquierdas les cuesta condenar las actuaciones terroristas por no parecer xenófobos. Hay mucha confusión tanto en lo referente al terrorismo como la actitud a adoptar ante la inmigración, temas muy delicados que deberían ser afrontados con naturalidad, valentía, raciocinio, un inmenso respeto exigible a ambas partes (tolerancia a unos y voluntad de adaptación al país que los acoge a los otros) y siempre preservando los derechos humanos para conseguir que la inevitable barrera de la diferencia cultural no impida una convivencia pacífica. 



Alberto Soler Montagud
Médico y escritor