Berlusconi es un prototipo del político narcisista,
ese que se adora a si mismo, que actúa con poses teatrales
y que a veces tiende a la histeria más histriónica.
ese que se adora a si mismo, que actúa con poses teatrales
y que a veces tiende a la histeria más histriónica.
Nada mas lejos de mi intención que estigmatizar a
quienes padecen una enfermedad mental y negarles su derecho a entrar en política o a ejercer cualquier otra
profesión. Con este artículo sólo pretendo reflexionar sobre la conveniencia de
que, quienes aspiren a gobernar a sus conciudadanos y a gestionar la cosa
pública, pasen un examen psicotécnico antes de ocupar sus cargos, como sucede con aquellos que solicitan un
permiso de armas o una licencia para conducir vehículos de servicio público
destinados al traslado de pasajeros.
El ex político y psiquiatra David Owen (ministro de Sanidad y de
Exteriores británico en los años setenta), en su libro 'En el poder y en
la enfermedad' afirmó que muchos de
quienes se dedicaban a la política eran “peligrosos enfermos mentales [cuya]
enfermedad explicaría mucho de lo que al pueblo le resulta inexplicable,
incluyendo las mentiras, los fracasos y las medidas contra el ciudadano”. Owen
describió el Síndrome de Hybris (o «desmesura») como un proceso de exagerado
orgullo y confianza en si mismo que ocasiona un
desorden de la personalidad con tendencia al aislamiento y un déficit de
atención que incapacita a quien lo sufre para recibir consejos o escuchar a los
expertos.
Es su
libro, David Owen llega a afirmar que la frecuencia en el abuso de sustancias
así como la incidencia en enfermedades mentales y enfermedades orgánicas
graves, es mayor en los políticos que en la población general y muy cercana,
estadísticamente, a la de los grandes artistas y aquellos que son considerados
como genios.
A título personal, en una
conferencia que impartí hace muchos años respecto al dilema de la relación entre genialidad y locura,
afirmaba que “mas
allá de unos planteamientos puramente filosóficos, la sabiduría popular asocia
la genialidad con la locura hasta el extremo de considerar ‘genios locos’ (o ‘locos
geniales’) a quienes manifiestan unas elevadas cotas intelectuales y/o
artísticas si se les compara con el estándar, todo ello en base [a un] cliché
que relaciona la enfermedad mental con la genialidad”. Pues bien, donde yo
hablaba de genios o de grandes artístas, Owen
incluye a los políticos y les atribuye una tendencia a alejarse –al alza– de
los estándares de la salud mental, circunstancia que me ha animado a
diferenciar cuatro grupos de políticos (hay muchos más pero he preferido ser
conciso) según predominen en ellos ciertos rasgos de personalidad que
les definen.
Nos encontramos en primer lugar
con el político narcisista, ese que
se adora a si mismo, que actúa con poses teatrales y que a veces tiende a la
histeria más histriónica.
Otro prototipo sería el político neurótico, entendiendo aquí la
neurosis como una propensión a la inseguridad y a las dudas permanentes de
ciertas personas acomplejadas sobre si mismas, generalmente víctimas de una
ansiedad que les dificultad para tomar decisiones. Aclararé, no obstante, que no
es el ámbito político un terreno fértil para que nadie con rasgos neuróticos
haga una carrera brillante, aunque muchos lo intentan y hasta lo consiguen con
el apoyo adecuado de medios y campañas.
En tercer lugar tendríamos el
grupo de los políticos paranoides,
que incluye a individuos
suspicaces que saltan a la mínima, son temerosos de que los demás estén
conspirando contra ellos (ideas de autorreferencia) e influyendo en sus
decisiones (miedo a perder su autonomía); tienden también a proyectar en los
demás aquellos defectos que rechazan como propios.
El último prototipo que
mencionaré es el del político esquizoide
(que nadie confunda este término con la esquizofrenia, por favor) propio de
quienes no llegan a contactar plenamente con el mundo exterior y se encierran
en un caparazón personal al que confieren más entidad que a la propia realidad.
Suelen mostrar frialdad y un aparente desinterés por todo (aparentan ser tímidos),
todo ello aderezado con una gran inteligencia con la que intentan sincronizar
su mundo interior y la exigente realidad que les rodea y reta continuamente.
Dejo constancia de que estos
prototipos sólo describen rasgos constitutivos
de ciertas formas especiales de ser y
de reaccionar en la vida de
interrelación de cada cual, tanto sean políticos como fontaneros o auxiliares
administrativos. Sólo cuando estos rasgos rebasan ciertos límites (y es
evidente que quienes los poseen están más predispuestos a ello) e interfieren
en la vida cotidiana, dejan de ser rasgos para convertirse en auténticos trastornos de la personalidad.
Podemos pues concluir que tal
vez los políticos (como sucede con los genios, los artistas y los líderes en general) tengan una probabilidad y
una forma de enfermar mentalmente distinta
a la del resto de la población, circunstancia que no tendría mayor
trascendencia que la meramente estadística de no ser que sobre estos individuos
recae la responsabilidad de gestionar el dinero público y, lo que es más
importante, el estado de bienestar de la población.
Me planteo como colofón
si líderes como Gadafi, Berlusconi, Ceaușescu,
Hugo Chávez y otros políticos españoles cuyos nombres dejo a la libre elección
del lector, habrían superado un test psicológico previo que les hubiera
evaluado en su aptitud o ineptitud para ejercer el difícil arte de gobernar.
Alberto Soler Montagud
Médico y escritor
Médico y escritor
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