Cara y cruz de la renuncia de Ratzinger
El
Papa Ratzinger no ha abdicado (como podría hacer Juan Carlos I), ni ha dimitido (como algunos quisieran que hiciera Mariano Rajoy. Simplemente ha
‘renunciado’ a seguir en su cargo sin que nadie tenga que darle el visto bueno por ello, aceptar su decisión ni tampoco cuestionarla. Esto es posible
en base al canon 332. 2 del Código de Derecho Canónico, algo a lo que los
pontífices no nos tienen acostumbrados (el último Papa que renunció fue
Gregorio XII, a principios del siglo XV) por su propensión a seguir en sus
puestos aun en unas condiciones físicas y mentales deplorables.
El Papa se despide
en una lengua muerta
Hace pocos días,
mientras Benedicto XVI pronunciaba un discurso sobre la canonización
del 800 mártires, dejó de hablar del tema y dijo de pronto que se sentía
cansado, que soportaba una presión muy fuerte y que iba a renunciar. Lo dijo
hablando en latín, esa lengua muerta que pervive en los ritos católicos, que es
la lengua oficial en el Estado de la Ciudad del Vaticano y la misma que utiliza
el Pontífice cuando habla urbi et orbi (una contradicción por cierto,
pues urbi et orbi es sinónimo de ‘para que todos se enteren’).
Solo la corresponsal
Giovanna Chirri, una de las periodistas que cubrían el discurso papal y que
domina el latín a la perfecciónn, entendió lo que acabada de decir el Santo
Padre (“el latín de Benedicto XVI es muy fácil de entender”, declararía
Giovanna más tarde) y corrió emocionada (“cuando di la noticia, me puse a
llorar”) para divulgar la primicia a través de su agencia.
Desde mi laicismo
Compruebo que,
paradójicamente, en vez de ser consecuente con el laicismo que profeso y hacer
caso omiso a la dimisión papal no confiriéndole mayor significación de la que
merece, me encuentro ya en el tercer párrafo de un artículo que promete ser
monográfico, y al preguntarme el por qué de mi proceder, he concluido que al
Papa de Roma (y a la Iglesia católica en general) se les concede en los medios
un tratamiento informativo superior al de cualquier otro líder religioso, secta
o creencia por una serie de motivos que intentaré resumir:
1.
El catolicismo lo profesan más de mil millones de fieles esparcidos por los
cinco continentes.
2. El
catolicismo ha propagado, con gran habilidad, la creencia de que el Papa es el
vicario de Cristo en la tierra y que tal condición le hace acreedor de un
especial trato protocolario por parte de la diplomacia internacional. Así,
independientemente de que Dios exista o no, al sucesor de Pedro se le trata con
rango de Vicario de Cristo, como si el mismo Dios lo hubiera designado
para ocupar en la Tierra, de modo indefinido, el puesto que dejo su Hijo
vacante al ascender a los Cielos.
3. El
catolicismo, a través de su jerarquía, ha sido muy sagaz al saber
convertir en Estado a la Ciudad del Vaticano y hacer del Papa el Jefe de Estado
del país más pequeño del mundo, y por ende, que en el organigrama protocolario
internacional ocupe un eslabón infinitamente superior al de cualquier líder religioso
al uso.
4. El
catolicismo proclama la infalibilidad del Sumo Pontífice cuando habla ex
cathedra y la imposibilidad de que el papa se equivoque cuando dogmatiza en
cuestiones de fe y de moral. Esta circunstancia no pasaría de ser una anécdota
irrelevante (por oponerse a la lógica racional) de no ser porque ciertos grupos
sociopolíticos ultraconservadores, desde sus respectivos foros y partidos
políticos, incitan a que los obispos intervengan con descaro en temas que
sociopolíticamente deberían serles ajenos y quedar relegados a los púlpitos.
Son temas tan delicados como el aborto, el matrimonio y adopción entre
parejas homosexuales, el control de la natalidad, la reproducción asistida, la
eutanasia y tantos otros en los que los voceros de las Conferencias Episcopales
y sus acólitos confunden ética y moral y consideran solo como verdadero lo
contenido en el dogma católico.
5. Ya
por último, el catolicismo siempre se ha valido de unas depuradas técnicas de
proselitismo y de marketing que a lo largo de la historia ha permitido que su
credo y dogma se haya impuesto por doquier –incluso por las armas– y la
presencia de la Iglesia católica haya sido constante a diestra y siniestra
de quienes siempre han ostentado las riquezas y el poder en lo económico y
social.
¿Renuncia voluntaria
o impuesta?
Estas son las
razones y los motivos que me han hecho claudicar y rendirme ante la evidencia
de tener que escribir sobre Ratzinger, sobre su renuncia y cuestionar la credibilidad de
las razones aducidas para que haya dado tan insólito paso.
Como soy lego en
teología y poco dado al cotilleo –aunque sea difícil resistirse a él cuando de
intrigas vaticanas se trata, siempre tan jugosas sobre todo para un escritor– ,
me limitaré a recordar que no hace mucho, el Papa Ratzinger visitó y
perdonó en la cárcel a su mayordomo Paolo Gabriele, allí confinado por filtrar
documentos secretos que vinculaban al Vaticano con temas de blanqueo de dinero,
explotación laboral, fraude económico y otros mucho más embarazosos, espinosos
e impropios de quienes dicen ser hombres de Dios por guardar relación incluso
con perversiones inconfesables contra el sexto mandamiento.
Son muchos quienes
relacionan este Wikileaks vaticano con la dimisión papal muy pocas
semanas después de que se desatara el escándalo y, bien pensado, no sería
descabellado que tal relación existiera sobre todo cuando se han argumentado
unas razones poco creíbles para la renuncia del Papa (vejez,
falta de fuerzas) que nunca han sido óbice en la gerontocracia que ha mantenido
en la Silla de San Pedro a muchos Papas con síntomas seniles más propios de un
paciente geriátrico con criterios de ingreso en una institución para
dependientes que de un líder lúcido y carismático en activo.
¿Qué pasará después
de Ratzinger ?
Comparado con el del
polaco Wojtyła, el papado de
Ratzinger ha sido más bien breve aunque de tendencia continuista con su antecesor. Se da la coincidencia de
que ambos papas nacieron en países centroeuropeos, sus pasados
estuvieran ligados (aunque más por contemporaneidad que por afinidad) con
el nazismo y que el segundo ha seguido la línea conservadora iniciada por el
primero.
Además, tanto Juan
Pablo II, como Benedicto XVI han sido siempre contrarios contrarios a las aspiraciones de
cambio de los católicos aperturistas que en los años sesenta lucharon por una Iglesia abierta y no anclada al pasado.
Habida cuenta de
estas circunstancias y a la vista del carpetazo que ambos papas dieron carpetazo a la modernización que presagiaban el Concilio Vaticano II,
y la desautorización de los movimientos afines a la Teología de la
Liberación (¿quién la recuerda?) en contraste con la simpatía de Wojtyła y Ratzinger por grupos fundamentalistas como los
Neocatecúmenos (Kikos), el Opus Dei o los Legionarios, todo hace temer
que ningún cambio se producirá cuando el lugar de Ratzinger lo ocupe quien el Espíritu Santo, presuntamente, decida tras una encarnizada lucha de Poder.
Poder terrenal por
supuesto.
Cambios necesarios
La Iglesia católica
necesita un cambio rotundo que acabe con su política autocrática medieval; su
opacidad en las formas y en el fondo; su discriminación y sexista que margina a
las mujeres; su hipócrita postura ante el sexo y el celibato; su reprobable
justificación y encubrimiento de las debilidades (que los laicos
llamamos ‘delitos’) de quienes, al amparo de una sotana, cometen “crímenes”
sexuales contra niños; las riquezas acumuladas por los hombres de Dios y la
tradicional y milenaria complicidad de la jerarquía eclesial católica con
políticos, empresarios y banqueros.
Por un Estado laico
Sin embargo, como
es probable que quien suceda al actual Papa sea otro fundamentalista que simule
hacer ‘grandes cambios’ para que todo siga como hace siglos, me siento
en la necesidad de reivindicar el laicismo que no se plantea en nuestro país por miedos inconfesados
e inconfesables de los gobernantes, que se plasman en prebendas que la Iglesia católica recibe y que no se dan en ningún
otro país, ni siquiera en la católica Italia.
Por ello, es necesario que
avancemos con valentía y decisión hacia un Estado laico y que, desde el
Parlamento, se revisen los improcedentes acuerdos con la Santa Sede de 1979,
que en tantos aspectos vulneran los principios democráticos.
Alberto Soler
Montagud
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