Recientemente me he visto atrapado por la obra del escritor sueco especializado en novela negra, Henning Mankell. De hecho he leído todos sus libros y me considero un adepto neoconverso al género policíaco sueco en especial y escandinavo por extensión. Además de un prolífico escritor, Mankell (un hombre dotado de una gran sensibilidad por el tercer mundo, los conflictos internacionales y la lucha contra la marginación de las clases más desfavorecidas) dirige la compañía del Teatro Avenida de Maputo (Mozambique), país en el que reside seis meses al año.
Viene esto a colación (y luego aclararé porqué) de la noticia que ayer nos amargó el desayuno cuando conocimos el asalto por parte de Israel a la Flotilla de la Libertad que transportaba ayuda humanitaria a la franja de Gaza. El ataque del ejército de Israel a la flota se saldó con una decena de muertos y casi cuarenta heridos, todos ellos cooperantes ( de un total de 750 pacíficos activistas de distintos países), que viajaban a bordo de uno de los buques.
A las cuatro de la madrugada, hora local, dos helicópteros israelíes dotados con comandos de elite, se posaron en la cubierta del mayor de los barcos del convoy como parte de las acciones encaminadas a hacer cumplir el bloqueo impuesto a Gaza, una zona gobernada por el movimiento terrorista islamista Hamas. Al parecer, los soldados comenzaron a disparar indiscriminadamente ocasionando un macabro baño de sangre en medio del desconcierto que ocasionó su presencia.
Según la versión del Gobierno de Israel, los equipos antidisturbios que llevaban los comandos asaltantes, resultaron insuficientes para reprimir la violencia con que fueron recibidos por un grupo de activistas que viajaban en el barco y quienes, supuestamente (y también comprensiblemente) habrían atacado a los soldados hiriendo a dos de ellos, motivo por el cual los comandos se habrían visto forzados a abrir fuego antes de que les disparasen con las armas que les habían arrebatado a dos de sus compañeros.
Cuando el embajador de Israel en Madrid ha intentado presentar a algunos de los colaboradores pacifistas como portadores de armas (barras de hierro, cuchillos…) no ha hecho mas que poner de manifiesto la abismal desproporción de la respuesta de los comandos de su país ante una “amenaza” que, sin duda, no debería entrañarles mayor problema de control que el de cualquier conflicto callejero a los que están acostumbrados a enfrentarse.
Es triste comprobar como un país que tendría que suscitar la mas solidaria simpatía solo por la barbarie que les infligió el nazismo, se ha convertido en un Estado que no acata ni se somete a las normas de disciplina dictadas por la ONU. Hace años habría resultado inimaginable que aquellos pacíficos y sumisos judíos que un día arrastraban las escasas pertenencias que consiguieron salvar del expolio alemán de camino a los campos de exterminio, llegarían a disparar en el futuro, en este caso lo han hecho sus nietos, contra un desarmado y solidario convoy de paz, para acabar con la imagen de Pueblo de Dios, pacífico, manso y sosegado que siempre les caracterizó.
Aunque el Estado de Israel intenta estar en sintonía con el modelo occidental democrático, sus actos le posicionan cada vez mas cerca de la barbarie medieval que caracteriza al radicalismo islamista contra el que luchan. La gratuita violencia de algunas de sus actuaciones dificulta cada vez más las perspectivas de paz en una zona donde el terrorismo de Hamas actúa como un catalizador que imposibilita vislumbrar siquiera un atisbo de solución al conflicto.
Los hechos de ayer (que han suscitado una inmediata y unánime respuesta de repulsa internacional que obliga al Gobierno de Israel a poner en marcha una investigación que explique fidedigna y verazmente lo sucedido) pone de nuevo en la palestra lo cruel e inadecuado del bloqueo de Israel a los palestinos de Gaza, una medida que hasta hoy no ha sido nada fructífera a juicio de quienes, independientemente de nuestras críticas a Israel, condenamos el terrorismo del grupo Hamas.
Cierro los ojos y me imagino al inspector Kurt Wallander (héroe casi real creado por Henning Mankell) no solo investigando lo sucedido en el barco cooperante sino, sobre todo, aportando su racional sensatez para intentar resolver un conflicto internacional que aparentemente está condenado a perpetuarse. Como soñar cuesta bien poco, le propongo desde aquí a Henning Mankell que "resucite" al inspector Wallander y lo envíe a Israel para resolver uno de sus apasionantes y complejos casos. Tal vez, una vez en medio de la zona conflictiva, el entrañable inspector pueda caer en la tentación (siempre le han apasionado las misiones imposibles) de hacer algo más que su trabajo como policía y pueda conseguir la tan ansiada paz que ya le corresponde disfrutar a esa conflictiva franja geográfica.
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