martes, 11 de mayo de 2010

MAUTHAUSEN Y UZBEKISTÁN






Estaba en el bar donde desayuno cada mañana y mientras leía un articulo sobre el aniversario de la liberación del campo de concentración de Mauthausen, hace ahora sesenta y cinco años, he experimentado dos sentimientos totalmente contradictorios. Por un lado, el dolor que me ha ocasionado el recuerdo de un nefasto episodio de nuestra historia reciente (no solo Mauthansen sino el nazismo en si como locura colectiva), y por el otro la satisfacción de poder vivir en democracia y con una libertad a la que, de pronto, he querido aprehender con fuerza entre mis manos por el miedo a que algún infausto recuerdo pudiera arrebatármela.

A medida que iba leyendo, han aflorado al presente muchos recuerdos de la niñez y la adolescencia que viví inmerso en una paternalista y unilateral dictadura que nunca llegó a abducirme ni adocenarme con sus impuestos y dogmáticos esquemas.

Con una gran dosis de nostalgia he desempolvado el recuerdo de mi viejo seiscientos de color blanco, así como aquellos microsurcos que copié mil veces en una gastada cinta de caset que siempre llevaba en el coche y reproducía con un Phillips que guardaba debajo del asiento. Sin saber por qué, me he sentido feliz al comprobar como definitivamente maduró la semilla que alguien depositó en un rincón de mi conciencia para que algún día germinase y conformara el criterio ético que hoy rige mi existencia.

Estaba ya a punto de irme cuando he decidido encender un cigarrillo y pedir mi segundo café de la mañana ya que un pensamiento intruso acababa de ensombrecer la efímera sensación de libertad que solo unos segundos atrás me había hecho sentir feliz. Como si tuviera delante mis ojos una gran pantalla de cine, he visto una serie de imágenes que reflejaban la esclavitud de muchos seres humanos que, en pleno siglo XXI, son sometidos a las mas denigrantes de las vejaciones. “Que absurdo…” -he pensado- “… esto no puede estar pasando”.

Un "clinc" procedente de mi iPod me ha devuelto a la realidad de un bar atestado de gente que engullía deprisa su café con leche y tostadas. Al sacar mi móvil del bolsillo he comprobado que tenía un e-mail de Jacob con el enlace de una escalofriante noticia (mi amigo Jacob siempre me envía cosas interesantes, nada de “powerpoints” ni “spams” infectados por algún virus de ociosa superficialidad).

"En la turbia y desordenada república de Uzbekistán, miles de niños de quinto grado (11 años) son arrancados de las escuelas por el ejército y el estado les obliga a trabajar en la recolección del algodón. Los profesores que ocultan niños o no colaboran en la selección, son castigados".

Tras leer el e-mail he pensado en seguida en los niños que habitan en “mi confortable mundo”, esos niños limpios y bien alimentados que juegan felices en cualquier parque de cualquier ciudad. Unos niños que no saben lo que es el algodón ni para que sirve.

Y de nuevo, Mauthausen ha aparecido en la imaginaria pantalla de cine que ya había dejado de ver y que ahora proyectaba la imagen de unos niños, escuálidos y embutidos en un pijama de rayas que ocultaba su prominente osamenta, mientras jugaban en un descampado con alambradas electrificadas totalmente ajenos a su incierto y tenebroso futuro.

Un absurda sensación de culpabilidad ha hecho desaparecer de cuajo la efímera percepción de felicidad que se había apoderado de mí como si de un preciado tesoro se tratara.

Tras pagar mi consumición, he salido a la calle y me he detenido a contemplar a un grupo de niños que jugaban en el patio de un jardín de infancia.

De nuevo he encaminado mis pasos hacia mis quehaceres y mientras andaba he visto a más niños por la calle, estos no iban limpios ni parecían bien alimentados, que, incomprensiblemente, no estaban en ningún colegio. Asombrosamente, nadie parecía reparar en su presencia excepto quienes intentaban esquivarlos cuando se cruzaban con ellos.

He seguido caminando y he podido ver a varios inmigrantes (en realidad los debo ver cada día pero, precisamente hoy, he reparado en ellos) que deambulaban sin rumbo y sin papeles hacia ningún lugar con un inquietante miedo metido en los ojos.

Acto seguido, no he podido evitar pensar en esos lugares del mapa que, eufemísticamente, llamamos "tercer mundo" tal vez para ignorar la mierda y la pobreza que acompañan a aquellos que no consiguen escapar hacia ese paraíso terrenal que llamamos "primer mundo".

Y de nuevo he pensado en Mauthausen y he sentido un miedo atroz a que algo de lo que antes sucedió pueda pasar de nuevo.

Miedo a que nada de aquello que repudiamos haya sido definitivamente superado.

Miedo a que la vida, la dignidad y la libertad nunca lleguen a ser un patrimonio compartido por todos los seres humanos.


2 comentarios:

  1. Miedo a no hacer nada para que esto cambie...

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  2. Niños obligados a trabajar en Uzbekistán? No nos vayamos tan lejos para recordar métodos de coacción. Aunque está prohibido, muchos niños españoles están obligados a permanecer unas siete horas diarias en la escuela haciendo faenas de dudosa utilidad. Pero ahí no acaba su jornada laboral, luego surgen unas cuantas horas extras haciendo deberes (que son un castigo encubierto) y ejercicios repetitivos y memorísticos, muchas veces acompañados de agotadas madres. Pero como se reboten contra esta dinámica, tendrán que soportar reiteradas coacciones para ser reconducidos al buen camino. Pensándolo bien, este método, digan lo que digan las disposiciones legales, sigue siendo el control, ese bendito mecanismo con el que orientamos el esfuerzo de los pequeños en un proceso sin fin. Pero bueno, es por su bien: los entrenamos para que sueñen un buen futuro, que ya se sabe que de esperanza se vive… o se dura.

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