lunes, 22 de diciembre de 2014

¿Qué pretende Obama al negociar con Raúl Castro?






Sorpresiva, simultánea y casi sincrónicamente, Cuba y EEUU anunciaron el pasado miércoles día 17 la reanudación de unas relaciones diplomáticas inexistentes desde hace más de medio siglo. Hubo además gestos trascendentes como un canje de presos acusados de espionaje por ambas partes, así como el anticipo de futuros acuerdos que dejan entrever negociaciones previas.

De ciencia ficción habríamos considerado hace unos días las declaraciones de Raúl Castro autorizando «de manera unilateral […] la excarcelación de personas sobre las que el Gobierno de los EEUU había mostrado interés», y que un día antes, Obama hubiera mantenido una larga conversación telefónica con el dirigente cubano (con bromas incluidas) con la que se reanudaba la relación entre ambos países tras casi sesenta años de hostilidades y bloqueo. Aunque tras la larga plática telefónica Obama dijera que era «demasiado pronto» para programar una visita a La Habana (o para invitar a Castro a Washington), lo importante es que llegara a plantearse un encuentro entre ambos dirigentes.

Sin haberme repuesto aun de la sorpresa, me atrevo a analizar los posibles porqués del anuncio del derribo de ese simbólico muro de noventa millas de mar que separan a la isla caribeña del continente americano.

La primera conclusión a la que he llegado es que, tras el fracaso del proyecto cubano que durante décadas ha seguido a la Revolución castrista (en buena parte como consecuencia del bloqueo estadounidense), la administración Obama ha optado por la taimada solución de ofrecer gestos de buena voluntad a los desabastecidos isleños, en principio haciéndoles llegar los dólares que aporten el medio millón de norteamericanos que podrán viajar a Cuba como turistas en una especie de invasión pacífica, y además –según se ha pactado– ofrecer unas mejores telecomunicaciones que incluirían una conexión libre a Internet.

Analizado en frío, es previsible que el objetivo de Obama sea sustituir la animadversión contra el castrismo por la implantación de un consumismo que contamine a los cubanos implantándoles nuevos hábitos, una nueva forma de vida y unas necesidades de las que difícilmente podrán prescindir una vez se hayan acostumbrado al libre acceso a bienes de consumo hasta ahora vetados para ellos.

Parece evidente que el acercamiento entre ambos países es un hecho milimétricamente diseñado que, en breve, se podría materializar con la reapertura de sendas embajadas y la instauración de un intercambio comercial que pusiera punto y final al bloqueo. De hecho, la liberación de 53 presos políticos ha sido un gesto que presagia cambios favorables que, no obstante, en nada agradan a los republicanos ni a los cubanos anticastristas de Miami, problema interno que la administración Obama deberá resolver conforme mejor sepan  se les permita.

En los futuros pactos, es de pura lógica que el objetivo de los EEUU será exigir a Cuba que reconozca a la oposición anticastrista, que legalice partidos políticos y que convoque elecciones democráticas, algo que, aunque tarde en llegar, Obama y quienes le sucedan deberán negociar dejando de financiar a la resistencia cubana exiliada en Miami, al tiempo que se implantan nuevas empresas en Cuba, se abren las fronteras al turismo y se conceder créditos a la importación de productos procedentes de Norteamérica.

Tal vez la intención de los EEUU sea que el pueblo cubano se familiarice con un nuevo modo de vivir y acceda a bienes de consumo hasta ahora vetados. O lo que es lo mismo, poner un dulce en la boca de los cubanos para que luego, ni Raúl Castro ni cualquier otro dirigente vestido de guerrillero sea capaz de hacerlos retroceder a la miseria. Muy sibilino y rebuscado parece ser el plan pergeñado por los norteamericanos, y si no, al tiempo.


Alberto Soler Montagud

Médico y escritor

sábado, 13 de diciembre de 2014

¿Deberían pasar los políticos una evaluación psicológica antes de gobernar?




Berlusconi es un prototipo del político narcisista
ese que se adora a si mismo, que actúa con poses teatrales 
y que a veces tiende a la histeria más histriónica.


Nada mas lejos de mi intención que estigmatizar a quienes padecen una enfermedad mental y negarles su derecho a entrar en política o a ejercer cualquier otra profesión. Con este artículo sólo pretendo reflexionar sobre la conveniencia de que, quienes aspiren a gobernar a sus conciudadanos y a gestionar la cosa pública, pasen un examen psicotécnico antes de ocupar sus cargos, como sucede con aquellos que solicitan un permiso de armas o una licencia para conducir vehículos de servicio público destinados al traslado de pasajeros.

El ex político y psiquiatra David Owen (ministro de Sanidad y de Exteriores británico en los años setenta), en su libro 'En el poder y en la enfermedad' afirmó que muchos de quienes se dedicaban a la política eran “peligrosos enfermos mentales [cuya] enfermedad explicaría mucho de lo que al pueblo le resulta inexplicable, incluyendo las mentiras, los fracasos y las medidas contra el ciudadano”. Owen describió el Síndrome de Hybris (o «desmesura») como un proceso de exagerado orgullo y confianza en si mismo que ocasiona un desorden de la personalidad con tendencia al aislamiento y un déficit de atención que incapacita a quien lo sufre para recibir consejos o escuchar a los expertos.

Es su libro, David Owen llega a afirmar que la frecuencia en el abuso de sustancias así como la incidencia en enfermedades mentales y enfermedades orgánicas graves, es mayor en los políticos que en la población general y muy cercana, estadísticamente, a la de los grandes artistas y aquellos que son considerados como genios. 

A título personal, en una conferencia que impartí hace muchos años respecto al dilema de la relación entre genialidad y locura, afirmaba que “mas allá de unos planteamientos puramente filosóficos, la sabiduría popular asocia la genialidad con la locura hasta el extremo de considerar ‘genios locos’ (o ‘locos geniales’) a quienes manifiestan unas elevadas cotas intelectuales y/o artísticas si se les compara con el estándar, todo ello en base [a un] cliché que relaciona la enfermedad mental con la genialidad”. Pues bien, donde yo hablaba de genios o de grandes artístas, Owen incluye a los políticos y les atribuye una tendencia a alejarse –al alza– de los estándares de la salud mental, circunstancia que me ha animado a diferenciar cuatro grupos de políticos (hay muchos más pero he preferido ser conciso) según predominen en ellos ciertos rasgos de personalidad que les definen.

Nos encontramos en primer lugar con el político narcisista, ese que se adora a si mismo, que actúa con poses teatrales y que a veces tiende a la histeria más histriónica.

Otro prototipo sería el político neurótico, entendiendo aquí la neurosis como una propensión a la inseguridad y a las dudas permanentes de ciertas personas acomplejadas sobre si mismas, generalmente víctimas de una ansiedad que les dificultad para tomar decisiones. Aclararé, no obstante, que no es el ámbito político un terreno fértil para que nadie con rasgos neuróticos haga una carrera brillante, aunque muchos lo intentan y hasta lo consiguen con el apoyo adecuado de medios y campañas. 

En tercer lugar tendríamos el grupo de los políticos paranoides, que incluye a  individuos suspicaces que saltan a la mínima, son temerosos de que los demás estén conspirando contra ellos (ideas de autorreferencia) e influyendo en sus decisiones (miedo a perder su autonomía); tienden también a proyectar en los demás aquellos defectos que rechazan como propios.

El último prototipo que mencionaré es el del político esquizoide (que nadie confunda este término con la esquizofrenia, por favor) propio de quienes no llegan a contactar plenamente con el mundo exterior y se encierran en un caparazón personal al que confieren más entidad que a la propia realidad. Suelen mostrar frialdad y un aparente desinterés por todo (aparentan ser tímidos), todo ello aderezado con una gran inteligencia con la que intentan sincronizar su mundo interior y la exigente realidad que les rodea y reta continuamente.

Dejo constancia de que estos prototipos sólo describen rasgos constitutivos de ciertas formas especiales de ser y de reaccionar en la vida de interrelación de cada cual, tanto sean políticos como fontaneros o auxiliares administrativos. Sólo cuando estos rasgos rebasan ciertos límites (y es evidente que quienes los poseen están más predispuestos a ello) e interfieren en la vida cotidiana, dejan de ser rasgos para convertirse en auténticos trastornos de la personalidad.

Podemos pues concluir que tal vez los políticos (como sucede con los genios, los  artistas y los líderes en general) tengan una probabilidad y una forma de enfermar mentalmente distinta a la del resto de la población, circunstancia que no tendría mayor trascendencia que la meramente estadística de no ser que sobre estos individuos recae la responsabilidad de gestionar el dinero público y, lo que es más importante, el estado de bienestar de la población.

Me planteo como colofón si líderes como Gadafi, Berlusconi, Ceaușescu, Hugo Chávez y otros políticos españoles cuyos nombres dejo a la libre elección del lector, habrían superado un test psicológico previo que les hubiera evaluado en su aptitud o ineptitud para ejercer el difícil arte de gobernar.



Alberto Soler Montagud
Médico y escritor