Supongamos que acude a mi consulta Alfredo
Pérez Rubalcaba, se tumba en el diván y comienza a hablar antes incluso de que
se lo pida. Dice que tira la toalla y que se va. Al preguntarle por qué no lo
hizo en 2001 cuando el PSOE obtuvo el peor resultado de su historia, se pone a
llorar y le acerco un paquete de kleenex.
Ser psicoanalista de un político resulta duro, sobre todo tras dos años de
sesiones semanales en las que el paciente nunca ha asimilado su incapacidad
para rentabilizar el desgaste del PP ni tiene asumido que no es una joven
promesa.
Tras los nefastos resultados de los comicios europeos, Rubalcaba
me asegura haber «recibido el mensaje» y se muestra partidario de convocar un
congreso extraordinario, y después unas primarias. Intento razonarle que
anteponer un congreso sería conferir al partido todo el control y que el secretario
general que de él saliera sería una especie de candidato oficialista a las
primarias. Para suavizar mi exposición, manifiesto al aun secretario general mi
admiración por asumir la derrota y decidir marcharse cuando muy pocos políticos
conjugan el verbo dimitir. Rubalcaba se emociona y reconoce –los ojos vidriosos
de nuevo– que no esperaba tan nefastos resultados. Dice que se siente como un
cadáver político y le acerco de nuevo los kleenex.
Tras sonarse con estrépito, el paciente se tranquiliza y admite
que tal vez accedería a promocionar a Susana
Díaz porque la considera «dócil y fácil de hacer entrar en razón», y porque
teme que si se convocan unas precipitadas primarias se conviertan en un duelo
entre Carme Chacón y Eduardo Madina, a quienes no quiere ver
en la cúpula ni puede ver en pintura. Guardo silencio, le invito a proseguir
con un gesto y Rubalcaba confiesa que la noche del 25-M tuvo una pesadilla en
la que el PSOE era devorado por un monstruo de dos cabezas, la cabeza de Podemos y la de Izquierda Unida. De pronto, en un arrebato violento que me coge
desprevenido, Rubalcaba se incorpora y grita que sólo él tiene derecho y
potestad para designar al delfín que le suceda.
Incumpliendo el arte del psicoanálisis, cambio de posición, me
sitúo de cara al paciente y le expongo que la debacle socialista nunca se
resolverá a expensas de recuperar los votos sustraídos por la izquierda, sino retomando
el centrismo que les arrebató la derecha y reduciendo al mínimo la abstención de
los desencantados. Como Rubalcaba asiente, me animo a insinuarle que contemple
a IU y Podemos como dos hipotéticos aliados, y le aseguro que los únicos
enemigos a batir son las hueste del PP, sobre todo ahora que el PSOE se ha
convertido en una izquierda Light.
Cuando Rubalcaba dice al fin «¿qué
debo hacer, doctor?», me reubico ortodoxamente detrás de él y le respondo que
su sucesor no
deberían elegirlo los delegados de un congreso federal sino todos los
militantes.
Rubalcaba reflexiona
cuando le anuncio que la sesión ha concluido y le cito para la próxima semana.
Alberto Soler Montagud
Médico y escritor
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