Sé que a Juan le gustaría que este texto fuera leído escuchando como fondo
la música del 'Pequeño libro de Ana Magdalena Bach',
interpretado por Gustav Leonhardt al clave
(aunque su preferida era Wanda Landowska,
las grabaciones de esta clavecinista son muy
antiguas y no suenan tan nítidas)
las grabaciones de esta clavecinista son muy
antiguas y no suenan tan nítidas)
Hace casi un mes que cada vez que paso por la puerta de la óptica de mi buen amigo Juan me encuentro
con la persiana bajada. No hay ningún cartel que anuncie el motivo del cierre
aunque, sin saber por qué, el primer día intuí que el muy bribón, empedernido
solterón a quien tanto le gusta vivir y sobre todo vivir bien, había
emprendido un viaje de placer que bien merecido tiene como descanso a su
trabajo.
Haré un inciso
para puntualizar que Juan y yo no solemos frecuentarnos. Aunque nos conozcamos desde hace más de cuatro decenios, nunca hemos salido a pasear ni a comer o a
cenar siquiera una vez. Tampoco nos hemos visitado en nuestros respectivos
domicilios, aunque sí que lo hiciéramos cuando éramos adolescentes en las casas
de nuestros padres donde entonces vivíamos.
Juan y yo nos conocimos
en nuestra época de alumnos del Instituto Luis Vives y desde entonces, tras un
largo paréntesis en el que cada cual hizo su vida y llevó su propio camino sin
saber nada del otro, nos reencontramos por pura casualidad aunque sin llegar a
consolidar una amistad basada en la frecuentación sino cimentada (que no es
poco) en un pasado común y sobre
todo en unas aficiones y planteamientos en los que coincidíamos como la música
del barroco (para él, sobre todo, Bach y Haendel), la teología, la historia de las religiones, la filosofía y unas
cuantas disciplinas más.
Fue toda una sorpresa descubrir que Juan se había
convertido en un excelente luthier autodidacta,
capaz de construir con sus propias manos –lo hizo– un clavecín y un clavicémbalo con uno de los cuales me interpretó fragmentos de El
clave bien temperado y el Pequeño libro de Anna Magdalena Bach.
A veces, podía transcurrir
un año (o más) sin que supiéramos nada el uno del otro; pero siempre que había
ocasión y nos reencontrábamos (por lo general, en su óptica), manteníamos
prolongadas y fructíferas conversaciones de las que siempre me beneficiaba en
conocimientos y obtenía satisfacción en el placer de debatir con él, habida cuenta de nuestra compartida inclinación a hablar y sobre todo a escuchar. Caigo ahora en la cuenta de que, aunque es habitual que los amigos íntimos hablemos de sexo en ocasiones y nos entretengamos hablando de historias relacionadas con aventuras y lances del pasado y del presente, o hagamos comentarios y guiños sobre como el paso del tiempo ha influido en nuestras habilidades amatorias enriqueciéndolas o, por el contrario, sosegando ímpetus pretéritos, Juan y yo nunca tuvimos una conversación, llamémosla subida de tono, ni siquiera como entremés o intermedio estratégico entre una disertación musical y otra filosófica. Es curioso incluso que repare en este detalle.
Juan era un libre pensador que abrazó la
religión anglicana tras sus orígenes católicos y una etapa en la que profesó el protestantismo bautista. Aunque era crítico ante cualquier
credo (no aceptaba imposiciones) y su sólida formación teológica le impelía a vivir sin sujeciones a dogmas y según unos principios muy sui géneris, esto no era óbice para que
cada domingo ayudara como diácono en el ministerio de su parroquia donde,
además de predicar ocasionalmente sustituyendo al presbítero, ejercía como
organista. Era muy buen organista. Recuerdo que le pedí que tocara el órgano en
mi boda (una atípica ceremonia, casi herética por
lo inusual de mi matrimonio para el costumbrismo conservador y mojigato de la España de 1979) y
me puso tantas excusas que no le insistí, ni nunca supe el por qué de su
negativa.
Tenía pendiente
con Juan una entrevista –en esa ocasión sería entrevista– relacionada con la
documentación de la novela que actualmente escribo, pues necesitaba (sigo
necesitando) recabar información sobre la opinión de varias confesiones
religiosas respecto a las leyes que regulan el aborto, entre ellas la
anglicana. No habíamos puesto fecha, pero era inminente que habláramos al
respecto porque la trama de mi relato avanzaba y requería ya de su
opinión.
Hoy, cuando me he
vuelto a encontrar la persiana de su óptica bajada, me ha embargado un mal
presentimiento y he decidido entrar en el establecimiento contiguo, una
ebanistería, para interesarme del por qué del prolongado cierre de la óptica. Y mi presentimiento se ha hecho realidad al saber por el
propietario del taller de maderas que su vecino y mi amigo, Juan, había muerto repentinamente un
par de semanas atrás como consecuencia de una breve e inesperada enfermedad de
la que nada me dijo –porque tal vez nada supiera– a finales de marzo cuando conversamos por última vez.
Un sentimiento de conmoción
se ha entremezclado de pronto con una rabia e impotencia que han
retroalimentado viejos fantasmas inherentes a ese relevo generacional en el que
nos encontramos quienes, como yo, hemos alcanzado una edad suficiente para tener
en nuestras manos el testigo de quienes nos precedieron. Un
testigo que nos convierte en los más viejos de la tribu, por muy jóvenes que
seamos, por muy jóvenes que nos sintamos y por mucho que, como yo, aun estemos
en la cincuentena, en mi caso ya por poco.
Y de pronto, sin
poder evitarlo, he pensado en la muerte, en mi propia muerte.
Sin embargo, he conseguido reconducir mi cavilación acerca de cuando llegará el fin de mis días y concluir que no es muerte lo que tengo por delante sino vida; porque, aunque cronológicamente esté más cerca el final de mis días que aquél momento en que salí del útero de mi madre asomé mi curiosidad a ese mundo que con tantas alegrías y tantas tristezas, con tantas risas y tantos llantos y tantas complacencias y contrariedades me iba a sorprender, sigue siendo vida lo que tengo por delante, sea mucho o sea poco el tiempo que el destino me haya adjudicado en sus caprichosa y tantas veces injusta arbitrariedad.
Sin embargo, he conseguido reconducir mi cavilación acerca de cuando llegará el fin de mis días y concluir que no es muerte lo que tengo por delante sino vida; porque, aunque cronológicamente esté más cerca el final de mis días que aquél momento en que salí del útero de mi madre asomé mi curiosidad a ese mundo que con tantas alegrías y tantas tristezas, con tantas risas y tantos llantos y tantas complacencias y contrariedades me iba a sorprender, sigue siendo vida lo que tengo por delante, sea mucho o sea poco el tiempo que el destino me haya adjudicado en sus caprichosa y tantas veces injusta arbitrariedad.
Aunque a muchos
les parezca trivial, e incluso irreverente, quiero enviarle a Juan mi
deseo de que allí donde esté (si
es que hay un allí donde estar después de la muerte), pueda disfrutar de la
música de Bach, de Haendel, de Brahms, de Bruckner y de tantos otros como sé
que él amó.
Descansa en paz,
amigo.
He llegado a emocionarme, tal vez porque como tú, yo también llevo el testigo generacional y pienso que algún día llegará mi turno, pero por supuesto que sé que la vida sigue ahí y yo pienso vivirla hasta el último día, hasta mi último aliento. Un bonito recuerdo para tu amigo. DEP.
ResponderEliminarMaría José