jueves, 16 de mayo de 2013

PANEGÍRICO EN MEMORIA DE UN AMIGO MUERTO




:

Sé que a Juan le gustaría que este texto fuera leído escuchando como fondo
 la música del 'Pequeño libro de Ana Magdalena Bach'
interpretado por Gustav Leonhardt al clave 
(aunque su preferida era Wanda Landowska
las grabaciones de esta clavecinista son muy 
antiguas y no suenan tan nítidas)



Hace casi un mes que cada vez que paso por la puerta de la óptica de mi buen amigo Juan me encuentro con la persiana bajada. No hay ningún cartel que anuncie el motivo del cierre aunque, sin saber por qué, el primer día intuí que el muy bribón, empedernido solterón a quien tanto le gusta vivir y sobre todo vivir bien, había emprendido un viaje de placer que bien merecido tiene como descanso a su trabajo.

Haré un inciso para puntualizar que Juan y yo no solemos frecuentarnos. Aunque nos conozcamos desde hace más de cuatro decenios, nunca hemos salido a pasear ni a comer o a cenar siquiera una vez. Tampoco nos hemos visitado en nuestros respectivos domicilios, aunque sí que lo hiciéramos cuando éramos adolescentes en las casas de nuestros padres donde entonces vivíamos.

Juan y yo nos conocimos en nuestra época de alumnos del Instituto Luis Vives y desde entonces, tras un largo paréntesis en el que cada cual hizo su vida y llevó su propio camino sin saber nada del otro, nos reencontramos por pura casualidad aunque sin llegar a consolidar una amistad basada en la frecuentación sino cimentada (que no es poco)  en un pasado común y sobre todo en unas aficiones y planteamientos en los que coincidíamos como la música del barroco (para él, sobre todo, Bach y Haendel), la  teología, la historia de las religiones, la filosofía y unas cuantas disciplinas más.  

Fue toda una  sorpresa descubrir que Juan se había convertido en un excelente luthier autodidacta, capaz de construir con sus propias manos –lo hizo– un clavecín y un clavicémbalo con uno de los cuales me interpretó fragmentos de El clave bien temperado y el Pequeño libro de Anna Magdalena Bach.

A veces, podía transcurrir un año (o más) sin que supiéramos nada el uno del otro; pero siempre que había ocasión y nos reencontrábamos (por lo general, en su óptica), manteníamos prolongadas y fructíferas conversaciones de las que siempre me beneficiaba en conocimientos y obtenía satisfacción en el placer de debatir con él, habida cuenta de nuestra compartida inclinación a hablar y sobre todo a escuchar. Caigo ahora en la cuenta de que, aunque es habitual que los amigos íntimos hablemos  de sexo en ocasiones y nos entretengamos hablando de historias relacionadas con aventuras y lances del pasado y del presente, o hagamos comentarios y guiños sobre como el paso del tiempo ha influido en nuestras habilidades amatorias enriqueciéndolas o, por el contrario, sosegando ímpetus pretéritos, Juan y yo nunca tuvimos una conversación, llamémosla subida de tono, ni siquiera como entremés o intermedio estratégico entre una disertación musical y otra filosófica. Es curioso incluso que repare en este detalle.

Juan era un libre pensador que abrazó la religión anglicana tras sus orígenes católicos y una etapa en la que profesó el protestantismo bautista. Aunque era crítico ante cualquier credo (no aceptaba imposiciones) y su sólida formación teológica le impelía a vivir sin sujeciones a dogmas y según unos principios muy sui géneris, esto no era óbice para que cada domingo ayudara como diácono en el ministerio de su parroquia donde, además de predicar ocasionalmente sustituyendo al presbítero, ejercía como organista. Era muy buen organista. Recuerdo que le pedí que tocara el órgano en mi boda (una atípica ceremonia, casi herética por lo inusual de mi matrimonio para el costumbrismo conservador y mojigato de la España de 1979) y me puso tantas excusas que no le insistí, ni nunca supe el por qué de su negativa.



Tenía pendiente con Juan una entrevista –en esa ocasión sería entrevista– relacionada con la documentación de la novela que actualmente escribo, pues necesitaba (sigo necesitando) recabar información sobre la opinión de varias confesiones religiosas respecto a las leyes que regulan el aborto, entre ellas la anglicana. No habíamos puesto fecha, pero era inminente que habláramos al respecto porque la trama de mi relato avanzaba y requería ya de su opinión.

Hoy, cuando me he vuelto a encontrar la persiana de su óptica bajada, me ha embargado un mal presentimiento y he decidido entrar en el establecimiento contiguo, una ebanistería, para interesarme del por qué del prolongado cierre de la óptica. Y mi presentimiento se ha hecho realidad al saber por el propietario del taller de maderas que su vecino y mi amigo, Juan, había muerto repentinamente un par de semanas atrás como consecuencia de una breve e inesperada enfermedad de la que nada me dijo –porque tal vez nada supiera–  a finales de marzo cuando conversamos por última vez.

Un sentimiento de conmoción se ha entremezclado de pronto con una rabia e impotencia que han retroalimentado viejos fantasmas inherentes a ese relevo generacional en el que nos encontramos quienes, como yo, hemos alcanzado una edad suficiente para tener en nuestras manos el testigo de quienes nos precedieron. Un testigo que nos convierte en los más viejos de la tribu, por muy jóvenes que seamos, por muy jóvenes que nos sintamos y por mucho que, como yo, aun estemos en la cincuentena, en mi caso ya por poco.

Y de pronto, sin poder evitarlo, he pensado en la muerte, en mi propia muerte.

Sin embargo, he conseguido reconducir mi cavilación acerca de cuando llegará el fin de mis días y concluir que no es muerte lo que tengo por delante sino vida; porque, aunque cronológicamente esté más cerca el final de mis días que aquél momento en que salí del útero de mi madre  asomé mi curiosidad a  ese mundo que con tantas alegrías y tantas tristezas, con tantas risas y tantos llantos y tantas complacencias y contrariedades me iba a sorprender, sigue siendo vida lo que tengo por delante, sea mucho o sea poco el tiempo que el destino me haya adjudicado en sus caprichosa y tantas veces injusta arbitrariedad.

Aunque a muchos les parezca trivial, e incluso irreverente, quiero enviarle a Juan mi deseo  de que allí donde esté (si es que hay un allí donde estar después de la muerte), pueda disfrutar de la música de Bach, de Haendel, de Brahms, de Bruckner y de tantos otros como sé que él amó.

Descansa en paz, amigo.


1 comentario:

  1. He llegado a emocionarme, tal vez porque como tú, yo también llevo el testigo generacional y pienso que algún día llegará mi turno, pero por supuesto que sé que la vida sigue ahí y yo pienso vivirla hasta el último día, hasta mi último aliento. Un bonito recuerdo para tu amigo. DEP.
    María José

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