Junio está a la vuelta de la esquina.
Tan cerca como pocas son las ganas de volver a votar de una ciudadanía cansada
de que los políticos no sepan gestionar el mensaje que recibieron el pasado
diciembre a través de las urnas. Probablemente, si hoy hubiera nuevas
elecciones, el porcentaje de participación bajaría y los resultados serían lo
suficientemente parecidos a las anteriores para que no hubiera gobernabilidad
o, por el contrario, lo suficientemente diferentes para complicarla aun más.
Pocos avances han percibido los
ciudadanos más allá del pacto de mínimos consolidado por el PSOE y Ciudadanos,
un acuerdo encaminado a una reforma
constitucional express y un
maridaje de conveniencia que no pasa de ser un gesto, pues reformar la
Constitución, no nos engañemos, será imposible sin la aprobación del PP y
mayoría absoluta en la cámara alta.
Guste o no guste (y no me posicionaré
porque quiero que éste sea
artículo de análisis y no de opinión), el pacto entre Sánchez y Rivera es el
único paso que se ha dado hasta ahora en aras de formar un gobierno, algo a lo
que los populares y Podemos han
respondido con una negativa a apoyar la investidura de Pedro Sánchez. Como consecuencia, se ha activado la cuenta atrás
de unas más que probables elecciones, a no ser que Rajoy o Iglesias entiendan
que, en situaciones como las que atravesamos, es imposible pactar sin ceder,
algo que Rajoy no está dispuesto a hacer porque quiere aferrarse al poder que
aun detenta, e Iglesias tampoco porque aspira a conseguir ese poder a medio
plazo sin percatarse de que es difícil saltar de las tertulias televisivas a
controlar un gobierno en sólo dos años y que la más inteligente estrategia por
su parte, sería disimular su ambición y no exigir tanta cuota de mando como la
que reclama a Pedro Sánchez.
Tras el fracaso de la
investidura del candidato socialista, el Rey no piensa hacer mas designaciones
—al menos de momento— y ha dejado la pelota en el tejado de los partidos
políticos que, si excluimos las nuevas elecciones, tienen sólo dos
alternativas: en primer lugar la llamada gran
coalición que recomiendan algunos viejos (y no tan viejos) barones
socialistas, y como segunda opción, el cóctel de izquierdas entre PSOE,
Podemos, IU, las Mareas con la abstención de los independentistas, una
variopinta mezcolanza que la derecha más conservadora considera un peligro rojo.
En cierto modo, todo está en manos de Podemos (con
su férrea y única apuesta por una coalición de izquierdas) y del PP (firme en
su negativa a que Sánchez sea presidente). Estamos ante una partida de ajedrez
en la que la jugada de Sánchez y Rivera consiste en forzar a Pablo Iglesias
para que se avenga a un acuerdo menos ambicioso que el que ahora reivindica o,
en caso contrario, pasar la pelota al PP para que se abstengan en una nueva investidura
del candidato socialista (algo impensable), o bien prescindan de Rajoy y
propongan un nuevo candidato, en cuyo caso, tal vez Rivera lo apoyaría, como se
deduce de sus recientes declaraciones, dejando colgado a Sánchez.
Conclusiones
La postura de Mariano
Rajoy presenta al líder popular
como un solemne irresponsable por su cobarde estrategia de renunciar a la
designación real para ser él quien primero intentara formar gobierno.
Por su parte, Pedro
Sánchez, acosado desde dentro por sus barones y desde fuera por las
arremetidas de un Pablo Iglesias proclive a los insultos, aceptó el reto de la
propuesta real en un momento en el que su carrera política parecía condenada a
irse al traste. Sin embargo, el candidato socialista ha sabido gestionar la
responsabilidad que le ha sido encomendada y ha consolidado una imagen de
tenacidad en la consecución de sus objetivos, independientemente de los palos
que le llueven de diestra y siniestra.
Albert
Rivera, sin que nadie se lo haya pedido, se ha
erigido como el negociador entre populares y socialistas, apostando a su vez por
desmarcarse del PP para ganar credibilidad reformista de cara a su futuro
electorado, y haciendo ver al mismo tiempo que piensa más en España (el centralismo
y el españolismo son dos constantes presentes en la formación naranja) que en
las poltronas.
Por último, nos encontramos con el provocador y
singular Pablo Iglesias, un
desconcertante parlamentario que desde la tribuna de oradores es capaz de
comportarse —si le conviene— como un político sosegado y experimentado mientras
que desde su bancada, en las interpelaciones y turnos por alusiones, adopta
formas que recuerdan las exaltadas arengas de las asambleas de las facultades.
El líder —y la imagen—de Podemos es un maestro de la puesta en escena, y así lo
demostró cuando besó a un compañero de partido cronometrando el momento justo
en que debía abandonar su escaño para que el encuentro con el receptor del
ósculo se produjera justo enfrente de la bancada popular. Iglesias se comporta como un péndulo que oscila
bipolarmente desde una exaltación mitinera a los mas feroces ataques
(recordemos su reciente invectiva al decir que «Felipe González tiene el pasado
manchado de cal viva»), para poco después, por ejemplo, manifestar sus deseos
de besar a un ofendido Pedro Sánchez que, desconcertado, se esforzaba por
adoptar un talante institucional que aun no le corresponde.
Es un
hecho que Podemos y su elenco de actores han convertido el Parlamento, nada mas
llegar, en una suerte de Gran Hermano VIP en el que los diputados de la
formación morada no sienten vergüenza ni reparo al interpretar unas frívolas
astracanadas que, lejos de ser improvisadas, están milimétricamente estudiadas
y son impecablemente ejecutadas. Es un estilo bastante original de hacer
política que encanta a sus seguidores y a nadie deja indiferente.
Pues
bien, esto es lo que hay y como tal hay que tomarlo. Poco podemos hacer más que
aguardar a que sus señorías lleguen a un acuerdo, y si no lo consiguen, en
junio volveremos a pasar por las urnas e intentaremos votar mejor que la vez
anterior aunque muchos decidan subirse al carro de la abstención por hartazgo.
Alberto
Soler Montagud
Médico y escritor
Médico y escritor
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