Si en algo coincido con Pablo Iglesias es en mi afición por las
series televisivas, sobre todo las que consiguen acaparar mi atención y hacerme
reflexionar al tiempo que entretenerme. Supongo que además de los gustos
televisivos serán muchas más las facetas en las que coincida con el número uno
de Podemos, sin embargo con el paso del tiempo nuestras afinidades han ido
disminuyendo hasta ser insuficientes para que me haya planteado votarle en la
elecciones del 20-D, algo que casi llegué a hacer en las europeas cuando aun
simpatizaba con el politólogo y profesor universitario por sus sensatas y
comedidas participaciones en las tertulias televisivas que precedieron a la
fundación de su partido.
Pero no es del señor Iglesias de
lo que hoy quería escribir sino sólo, y sin que sirva de precedente, sobre
series de televisión por el paralelismo que he encontrado entre una de mis
series favoritas y la situación que actualmente mantiene ocupada y en alerta a
los partidos políticos en cuyas manos está formar el próximo gobierno en España. La serie en cuestión es
House of cards (traducida en nuestro
país como Castillo de naipes), una
suerte de drama político estadounidense en clave de thriller de intrigas alrededor de la Casa Blanca, que se adentra en
un tortuoso mundo de ambición, avaricia y corrupción donde todo está permitido
con tal de alcanzar el poder y beneficiarse de las prebendas inherentes a la
supremacía.
Pensaba estos días que al igual
que hiciera Pablo Iglesias con el Rey del España al regalarle un pack con la
serie Juego de Tronos (detalle que en
su día me pareció simpático y con el paso del tiempo lo considero improcedente
para una recepción oficial) podría también yo enviar a la Zarzuela los videos
de Castillo de naipes y, ya puestos, regalarlo
también a los líderes de los cuatro principales partidos en cuyas manos está
conseguir un pacto de gobierno o bien abocarnos a la convocatoria de nuevas
elecciones.
Nos encontramos en una situación
complicada y hasta cierto punto kafkiana por
las contradicciones que afloran por parte de quienes, de pronto, dicen sí a lo
que ayer consideraban impensable (la declinación de Rajoy a presentarse a la
investidura o la súbita ansia de Iglesias por ser vicepresidente, crear un nuevo ministerio y adjudicar unas
cuantas carteras para Podemos) y convierten la gobernabilidad del país en una mera
aritmética de síes, noes y abstenciones que equipara nuestra estructura
política con un castillo de naipes (House
of cards) aparentemente estable en su armazón aunque frágil en la cohesión
de las distintas piezas que lo configuran, piezas que no sólo representan los
distintos partidos con representación parlamentaria sino también la inseguridad
que todavía sufrimos tras la crisis, la influencia fáctica de los poderes
financieros y empresariales en la estabilidad económica así como en la creación
de empleo, el influjo de la Comisión Europea y de la Troika en la toma de
decisiones que sólo deberían corresponder a España, la escasa credibilidad en
la clase política como consecuencia de una corrupción demasiado tiempo
consentida, todos ellos factores que podríamos equiparar a los naipes de un
castillo cuya base de sustentación fuera una pléyade de líderes políticos que
aparentemente ofrecen lo mismo —sea cual sea su ideología— cuando dicen actuar movidos
por el interés colectivo y nunca en busca de beneficio personal.
Sin embargo, y los hechos lo
demuestran, son demasiadas las ocasiones en las que los políticos tergiversan
la realidad para adaptarla a sus aspiraciones (acabar con los partidos rivales,
robarles votos con engaños o haciendo la pinza a unos a costa de ensalzar a
otros así como difamarse mutuamente para conseguir poltronas aunque nieguen que
sentarse en ellas sus sea su última aspiración) mientras presentan a cada
auditorio unas ofertas plagadas de consignas con la engañosa técnica de decir a
cada cual lo que le gustaría escuchar aunque sean promesas imposibles de
cumplir.
Tanto el desastre que para el
estado de bienestar ha supuesto la gestión de la crisis por parte de un Partido
Popular que ha convertido en un monólogo liberal sus cuatro años de gobierno,
como la caída en desgracia del PSOE que ha descendido a las peores cotas de su
historia desde la Transición, han propiciado la entrada en escena de unos partidos
nuevos que pueden prometer y prometen lo que les viene en gana porque aun no
contabilizan resultados negativos ya que nunca han gobernado (al menos no la
nación), una circunstancia que les convierte en unas formaciones casi vírgenes
que en ciertos aspectos contemplan el arte de gobernar como un utópico Juego
de Tronos
similar al de la serie televisiva medieval que tanto gusta a Pablo Iglesias,
sin tener en cuenta que la aplicación de aspectos mágicos, tan comunes y admisibles
en las obras de fantasía, podría lanzar de bruces contra el muro la realidad a
estos neófitos estrategas con nefastas consecuencias para quienes creen en sus
promesas de regeneración integral del modelo social.
Presentado
ya el panorama, vayamos ahora con los líderes.
La
situación actual nos presenta a un Mariano
Rajoy fiel a su pasividad y con una propensión al dontancredismo cuya
imperturbable actitud le hace ignorar cualquier problema, amenaza o peligro.
Poco más se puede decir de este gris personaje y poco más merece que se diga de
él tras sus muchos silencios y ausencias.
Mientras
tanto, a la espera por parte de todos de que se desvele el misterio de la
gobernabilidad, Pablo Iglesias ha sorprendido
a partidarios y detractores con un inesperado golpe de efecto (sin duda muy
bien estudiado) al acaparar la atención mediática tras su reunión con Felipe VI y convertirse en noticia del
día al ofrecer al PSOE —en rueda de prensa y sin contacto previo con el líder
socialista— una propuesta de pacto sin mas objetivo —aparentemente— que poner Pedro
Sánchez contra las cuerdas y reírse en público de él y de su partido con
una envenenada proposición que presagia una campaña de acoso y derribo en el
supuesto de que ambos lleguen a gobernar juntos.
Muchos analistas políticos han considerado una
incongruencia que Pablo
Iglesias le haya ofrecido al PSOE no sólo un pacto que se contradice con sus
anteriores declaraciones («nunca seré
vicepresidente de un gobierno que presida Pedro Sánchez») sino también el anticipo de un gabinete con
varios Ministerios y la creación de una nueva cartera (un Ministerio de Plurinacionalidad, que a Iglesias le gustaría que ocupara
el portavoz de En Común en el Congreso, Xavier Doménech), sin embargo, y según
mi criterio, este órdago a los socialistas no deberíamos considerarlo sólo como
una provocación ni una salida de tono sino mas bien como la más clara
declaración de cuales son las verdaderas intenciones y objetivos de Podemos y
hasta donde son capaces de llegar para conseguirlos.
Vayamos con el tercero
en discordia. El líder socialista Pedro Sánchez, lo tiene cada vez más difícil para
ser presidente de Gobierno si consideramos que la aspiración de Podemos es
arrebatarle cuantos más votos mejor al mismo tiempo que muchos de sus compañeros
—barones socialistas incluidos— le cuestionan su táctica y su liderazgo. Lo
bien cierto es que si gobernar con el PP como socio sería impensable para Pedro
Sánchez por la contradicción que supondría por su negativa previa a una gran coalición,
hacerlo con Podemos (y además con los independentistas, las mareas y las
confluencias) podría ser una pesadilla que allanara el terreno a Pablo Iglesias
para sus ansias de arrancar aun más votos a los socialistas.
Y ya por
último tenemos a Ciudadanos. De su líder Albert
Rivera poco podemos decir tras el descenso de sus expectativas al quedar en
cuarto lugar en las elecciones generales. Al menos, de momento, el partido
naranja deberá conformarse con ser un comodín y centrar sus esfuerzos en
clarificar si son o no un sucedáneo del PP y si son capaces de aportar algo
nuevo al panorama político más allá de un rejuvenecimiento de la derecha.
También es cierto que podría darse la opción de un Gobierno con Sánchez como
presidente apoyado por Ciudadanos y con la abstención del PP en la investidura,
pero esta alternativa deberíamos considerarla más como una ficción mas propia
de una serie televisiva.
Como conclusión
final podríamos inferir que la manifiesta ingobernabilidad y lo difíciles que
se presentan unos pactos que culminen con un gobierno sólido y creíble, hacen
muy probable que todo aboque en unas nuevas elecciones. O bien no. Todo es
cuestión de esperar y confiar en que un mal viento no desmorone el frágil Castillo de naipes (House
of cards) en que se ha convertido la situación política española y lo que,
sin duda, está siendo una nueva transición, esta vez la que conduce a la
democracia más allá del bipartidismo.
Alberto
Soler Montagud
Médico y escritor
Médico y escritor
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